domingo, 12 de diciembre de 2010

>> Rubia y morena

He vuelto a presentarme ante las más altas Cortes, esta vez compareciendo como rubia y en un garaje reservado para el Senado en la plaza de Santo Domingo este lunes por la mañana. A nadie le gusta trabajar el lunes por la mañana y mucho menos en Callao, tras haber degustado un suculento desayuno en el italiano buffet libre Giancarlo próximo.

Giancarlo, por su parte, me ha llamado varias veces y me dice al oído morena porque le tengo muy bien enseñado. No me dice nada de si regresará a Madrid que es lo que a mí me interesa y Florencia, sinceramente, me importa más bien poco.

Cabría esperar el haberme encontrado con cualquier cosa menos con el negro caribeño y bigotudo que primeramente se me aproximó, abriéndome la parte trasera de lo que en un principio pensé iba a atropellarme, y con el tremendo cuerpo blanco de gimnasio embutido en un traje color miel, blanco y rubio, que apareció tras el cristal esperándome haciéndome hueco a su lado. Al teléfono, me pareció que debía tener unos 42 años, es más, lo di por hecho.

Nada más lejos de la realidad. Podríamos habernos encontrado en la facultad de derecho si acaso me hubiera planteado el hacerme de provecho viajando después en coches que conducen bigotudos emigrantes a su suerte. Era un tipo con dos carreras, me lo hizo saber no se para qué mientras me observaba las medias. Hasta ahora pensaba que tan sólo los homosexuales eran capaces de memorizar el nombre de cada uno de los diversos tejidos en pantys. Con suerte, pensé también, tal vez terminase chupándosela, y el bigotudo debió sentirlo en su espina dorsal porque el coche frenó en seco e inmediatamente después comenzó el ruido de los claxon. Al parecer un ford focus había estado a punto de embocarme en la entrepierna del tan bien trajeado, al menos eso contó el emigrante con suerte antes de que el incógnita sexual cerrase de nuevo el interfono.

Es curioso que yo, sea por zorra o por egocéntrica, tengo un sexto sentido para esas cosas. Mi pagador pretendía resultar distinguido y caballero, mientras yo le buscaba las manos porque lo demás lo intuía. Tuve claro desde un primer momento que alguien así seguramente no folla como las personas normales ni mucho menos pagando. En el momento que colocó sus manos en el aire pensé que debía haberse dedicado a tocar el piano o a repartir en los juegos de cartas repartidos por Las Vegas o por Torrelodones. Yo, con lo poco que me gustan los lunes por la mañana y tras haber hablado por teléfono con Giancarlo y encontrarme con su estampa, lo que necesitaba era una buena cogida de corbata y no tener un accidente de tráfico.

Como a este hombre, que responde al nombre de Ignacio, lo que realmente le gusta es mirar antes de sentir que reanudábamos la marcha se entretuvo adivinando el nombre de los tejidos de mi indumentaria y postergando la alarma que dejó escuchar su iphone. Le interesaba saber si había trabajado para el Senado anteriormente y le contesté la verdad, que había visitado el Congreso unas cuantas veces.

Mostró cierta prisa cuando el bigotudo con suerte confirmó que accedíamos a la m-30. Me preguntó sonriendo si me gustaban los negros justamente antes de que comenzase a comprender el asunto. Comprendí que estaba el sistema abierto cuando visualicé su mano de cinco diamantes sobre el interfono. Dije que sí y dije mucho y el billete dorado que había en juego me hizo permanecer con la boca cerrada el resto del trayecto.

viernes, 24 de septiembre de 2010

>> Illuminati



Eran ya seis o siete las noches que llevaba durmiendo en ese hotel y había llegado el momento de decirle que se podía meter su dinero por el culo. Tarde o temprano yo iba a salir de allí, pero deseaba antes asegurarme otro cliente y eso mismo hice en cuanto me fue posible en el spa, antes de recoger mis cosas y venirme a casa.

Si hubiera imaginado que iba a compartir mesa con Javier Solana, Ignacio Polanco, Jose María Entrecanales y un largo etcétera, sin dudarlo, hubiera introducido en mi bolso una grabadora. Sabía que debía comparecer en forma recatada y sutil, me sugirió el maldito ejemplo de la dama francesa y ante mi sorpresa aceptó rápidamente ante el hecho de no poseer soltura alguna con mi inglés. Le pareció perfecto. Solicitó verme unas horas antes de lo acordado en el Petit Palace de Barcelona y lo que en un principio fue una negativa por mi parte al cabo de la tarde se convirtió en realidad, dado el dinero que ofrecía por el capricho.

En el Prat me recogió un taxi que me llevó directamente a la puerta del hotel. Me había indicado por teléfono que me pidiese algo de beber al llegar y así lo hice. Nunca antes había asistido a una reunión informal de tipo empresarial en la cual se hablase inglés, todo me resultaba un tanto extraño. Las reuniones tendrían lugar en Sitges, me encontraba ascendiendo pisos en un hotel de Barcelona y volveríamos juntos a Madrid. No entendía nada. Me dije a mí misma, frente al espejo del ascensor, que esta historia merecería quedar escrita. No imaginaba entonces que los días y las noches iban a transcurrir de esa manera, ni siquiera recuerdo cuántos días han pasado desde que llegué de Cataluña. Ahora vivo, tal y como me gustaría que viviese Saenz de Santamaría, con miedo.

Enseguida me abrió la puerta de su reservado. A pesar de reunirse con millonarios y guardar cierta relación con Ana Botín, la cual llamó cuarenta veces por teléfono, yo sigo pensando que no le había visto antes en mi vida. Su poco atractivo sexual era recompensado con el olor que desprendía. Recorrí tras él la habitación siguiendo sus instrucciones y me hizo pasar a un módulo contiguo sobre cuya mesa negra rectangular me pidió que me sentara.

-¿entonces no sabes inglés?-me preguntó, colocándose frente a mí retirándose el cinturón de los pantalones

Mientras yo le estaba explicando mi nivel básico, él procedió a abrirme el escote. Una vez que extrajo las braguitas bajo mi falda se inclinó sobre mí colocando su cabeza sobre mi hombro derecho, de forma que terminó babeándome desde la primera hasta la última sacudida que alcanzó a dar antes de correrse. Unos minutos después, mientras me pedía que le colocase la camisa para bajar al cocktel para el cual nos esperaban, me habló de un talón al portador y sugirió que dejase mis braguitas sobre la mesa.

De Entrecanales, por el contrario, me llegaron ráfagas de olor a leche de vaca descompuesta. Me miró de arriba a abajo en varias ocasiones y como no sé hablar inglés, pero tampoco soy estúpida, entendí que le preguntaba a mi acompañante por mi desenvoltura con el idioma. Y lo hizo dos veces. Agradezco al cielo que no fuese este personaje el que días después requiriera mis servicios mientras me encontraba en el spa, lo que pagan no consigo ganarlo en tres meses de trabajo.

Terminado el cocktel volvimos a la habitación. Esta vez no me hizo pasar al módulo. Esta vez, una vez cerrada la puerta, me acorraló de espaldas a la misma amarrándome ambas manos con el lazo que colgaba de la manilla. Me dijo que le ponían muy bruto mis nalgas y acto seguido, mientras me penetraba, comenzó a sacudírmelas rítmicamente. La marca de preservativos de la caja que cayó entre mis pies tampoco la había visto en mi vida y los ejemplares tenían un regusto ácido. De su mano derecha se llevaba continuamente el dedo índice a mi boca, pidiéndome que lo mordiera. Nunca parecía quedar conforme de la fuerza de mis dientes. Como castigo, poco después me follaba contra la cama.

Recuerdo que tras dejarme ingerir un maldito sandwich que bien pudiera ser de mortadela con aceitunas, y antes de terminarme el batido que lo acompañaba, me obligó a tomarme una pastilla minúscula, de forma triangular y amarilla, asegurándome que era lo mejor que podía hacer por mi. Me desperté y eran las seis de la tarde de no se qué día. Oía el sonido del agua caer en el baño y sentí el contacto con el paladar de mi lengua desértica. Se asomó entonces al cerco de la puerta completamente desnudo y empalmado y no me dejó articular palabra cuando ya le tenía frente a mí dispuesto a metérmela nuevamente.

Alternaba esta vez mis agujeros con tal precisión y rapidez que en uno de los cambios terminé por tragarme mi propio vómito. Sujetándome bruscamente por el pelo, impidiéndome cualquier movimiento, se corrió dentro de mi boca y antes de que pudiera recomponerme ya tenía su índice urgándome la dentadura. Consiguió hacerme daño mientras me retorcía las manos sobre mi espalda y esto le gustaba. Logré descansar unos minutos cuando volvió a sonar el teléfono. Poco después, otra pastilla.

Me desperté en otra habitación que ya no era la que había sido. La misma o similar caja de condones desconocida sobre la mesita, al lado de la cama. Me encontré completamente desnuda y sola, sin rastro de mi ropa. Se irritó cuando me encontró desesperada intentando, en vano, abrir la puerta para largarme. Como castigo, esa noche no me concedió sandwich ni tan siquiera batido.

El inglés de Javier Solana me resultaba un inglés un tanto extraño. Hablaba con Teixeira y con otro más corpulento al cual no conozco. Se encontraban hablando en el rellano frente a recepción, mientras nosotros bajábamos al spa. Me fijé en que Solana no despegó los ojos de mí hasta que cruzamos completamente la sala. Intenté pedir auxilio gestual a la chica que muy amablemente, y en perfecto castellano, nos sirvió las toallas y la caja metálica que él había pedido. De la caja metálica extrajo los utensilios y debió adivinar cuál era mi propósito porque como castigo acabé metiéndome dos rayas de cocaína cortadas a la perfección con la ayuda de una tarjeta bancaria del santander que la Botín dejó sobre su toalla.

El chico que acompañaba a esta mujer era italiano, no hacía falta que lo jurase. Intercambié con él sucesivas y fugitivas miradas de comprensión mientras ellos, ambos, parecían discutir en inglés acerca de lo que fuera. En el lenguaje universal de toda la vida, mientras ví cómo el italiano clavaba sus pupilas en el vestidor del fondo, entendí que ése sería nuestro lugar de encuentro posterior. Y así fue. Con la excusa de que no podía orinarme encima delante de esos tres norteamericanos, conseguí escabullirme unos minutos y reunirme con Giancarlo.

El italiano fue quien me indicó, muy rápidamente y tapándome la boca para que no le interrumpiera, que teníamos cientos de policías cercando el terreno del hotel en el que estábamos y que la única salida era romper la ventana que teníamos justo detrás de nosotros para conseguir llegar a la lavandería.

-no molto tempo- repetía, mientras me tapaba entera bajo el carro de las sábanas blancas, sábanas con un olor a leche desnatada que volvió a hacerme vomitar.

Dos días tan sólo le tuve metido en ésta, mi casa. Y ahora mismo, no sé por qué, acabo de recordar que el taxista de Albacete que muy amablemente nos trajo a Madrid conoce de no se qué a una señora que vive en esta misma calle, en el número 70. Este amable ser humano nos dejó frente a mi portal, en plena luz del día, y justo tras ver alejarse el taxi con su negro y su amarillo reparé en los ojos de mi acompañante, Giancarlo.

El caso es que dos días tan sólo le tuve metido en ésta, mi casa. Desde que se fue tengo una ansiedad que me impide bajar a la calle para llenarme la nevera. No se por qué no puedo dejar de pensar en la posibilidad de salir al rellano de la escalera y toparme con Bernardino León o cualquier otro impresentable. Considero que no me es necesario explicar los razonamientos posteriores que le dí a la policía cuando mi vecina del 2A recurrió a ellos al encontrar mi puerta forzada...

aclaración nº7

domingo, 30 de mayo de 2010

>> Buscando a Jack

Nos encontrábamos en la sala contigua y, desde ahí, la luz del salón iluminaba la estancia de un rojo muerto que no me gustaba nada. A Jose Luis siempre le ha gustado el color rojo. Creo que en el fondo el color le oculta su personalidad verdadera. A Jose Luis siempre le ha gustado el rojo y por eso tuve que marcar mis labios de este color, por eso llevaba también rojos los zapatos de charol con tacón y cuña y con el bolso a juego. A Jose Luis le gusta el rojo como color para las luces del salón y el baño de la casa, también el rojo de mis labios, el de los semáforos para meterme mano y el color que dejan sus cachetadas sobre mis nalgas pero no así el rojo al descubrírselo entre las piernas.

Pero vayamos por partes.

A Jose Luis, aparte del rojo, le gusta ir a ciento cincuenta kilómetros por hora por la autopista de peaje de Barajas y ver la vida pasar desde dentro de su ferrari el cual hace juego con mi vestimenta. Lo primero que hizo nada más verme fue darme una vuelta, examinando que llevase los zapatos rojos puestos y, diez minutos más tarde, ya me encontraba sentada junto a él con el peinado deshecho y el sol de frente a toda velocidad dejando atrás el hospital de La Paz. Supe que era un tipo raro antes de montarme en el coche. Al abrirme la puerta se pegó a mi preguntándome, con la cabeza asomándose sobre mi pecho, si llevaba o no el sujetador del mismo color que los labios.

Si me dispusiera a contar imbéciles seguro que no terminaba nunca.

Me mantuve tranquila porque encontraba todo mi trabajo fácil. Consistía en entrar con él en varias tiendas en Ortega y Gasset, entre otras la boutique de su exmujer, y comprar tres prendas, tres, las que a mi se me antojasen puesto que voy a quedármelas. Él sólo me marcaba en qué tienda debíamos comprar y me dejaba recorrer cuanto quería mientrás él hablaba esto y lo otro con la dueña, siempre mujer. También me marcaba como su posesión dejándome la huella de sus cinco dedos en la cintura, un par de veces. No llegó a decirme quién de ellas había sido su esposa pero yo tampoco las presté atención ninguna, me importa una mierda. Así lo hicimos y, tras dos o tres horas entrando y saliendo de unas tiendas y de otras, volvimos al coche. La plaza de garaje donde lo dejamos debía ser suya, mantuvo una corta conversación con el conserje del edificio.

El resto del trayecto transcurre de forma normal.

En la esquina con Velázquez me indica que efectivamente le gusta mucho el color rojo, sobre todo en lo que respecta a la puntilla de mi sujetador. También me dice que había seguido sus indicaciones muy bien. Yo asiento y me cruzo y me descruzo de piernas. Me dice que debo seguir sus peticiones y que eso es todo. En concreto me dice que quiere llegar y meterme la polla en caliente, que no ve la hora de llegar y metérmela, y que me va a gustar.

-¿verdad que te va a gustar? ¿verdad que sí?
-sí, sí, me va a gustar
-claro que sí, te gustará

Con los imbéciles siempre mantengo las mismas o parecidas formas.

A Jose Luis, aparte de correr, también le gusta hablar de sexo mientras conduce. Entre otras cosas, llega a  preguntarme quién corre más de los dos mientras me está introduciendo uno de sus dedos. Alterna el dedo y me lo lleva después a la boca, lo hace repetidas veces. Me pide que pinte nuevamente mis labios y lo hago ante el espejo, mientras él no deja de manosearme la pierna izquierda. Insiste en que cenemos en su propia casa, un chalet independiente en Mirasierra. Llegamos sobre las ocho. La chica que sale a recibirnos nos sube las compras a la habitación y Jose Luis ordena que nos vaya preparando algo de cenar. Pasamos por diferentes estancias hasta acceder al salón rojo iluminado. Me hace sentarme y se sienta frente a mi en un sillón, desde el cual alarga la mano hasta llegar al mueble bar que rueda hacia él. Me indica que vaya bebiendo algo y, ante mi negativa, sentencia que vamos a beber los dos. Me sirve un vodka y viene a sentarse a mi lado abriéndome de piernas, inclinándose, besando mi rodilla. Desliza de nuevo su mano provocando el introducirme nuevamente su dedo, el mismo. Lo hace.

Creo que me bebo un par de copas de vodka. A través del teléfono ordena a la chica que no le pase llamadas y que cuando esté lista la cena deje sonar tres tonos, tres, del teléfono de la sala contigua. Como me ha pedido que me desnude, cuando cuelga el auricular me estoy sacando el sujetador. Me indica con gestos que se lo entregue. Se lo tiro, vuelve a pasar sus dedos por el encaje, lo huele, me guiña un ojo y ahí es cuando le oigo decir que después de cenar pasaremos al jacuzzi de la habitación. También tiene tiempo de oler mi tanga, antes de dejarlo sobre la alfombra, y me pide que no me quite en ningún momento los zapatos. Quiere que tome asiento sobre él, a horcajadas, y así lo hago.

-así no voy a metértela- me dice- así quiero que te entren ganas de polla

Deja su vaso, ya vacío, sobre el mueble bar y me agarra bruscamente del pelo. Tengo que dejarle que me coloque de forma tal que, desde mi espalda, puede restregar sus genitales contra mi culo y en esto se entretiene por un rato. Después me incorpora y cambia su movimiento, todavía sin llegar a penetrarme, y comienza a entreabrir y repasar con su glande mis dos orificios. Está muy cachondo y manteniéndose a mi espalda, abarcando con sus dos brazos mis pechos hacia sí. Consigue sostenerme erguida lo suficiente como para mantenerse excitado. Me lame continuamente una de mis orejas mientras se restriega contra mí, yo quisiera que se corriera pero no va a hacerlo. Es ahí, al girarme y tenerme de frente, cuando me dice que vamos a pasar a la sala contigua porque estaremos más cómodos.

En esta sala ni siquiera se molesta en encender la luz. Quizá no hay, y la que llega del salón lo hace en un tono opaco rojo muerto al que no le encuentro el gusto. Esta sala no es muy amplia, no tiene ventana exterior ninguna, ni ventana tampoco. Localizo dos, tres rejillas de ventilación a lo ancho y largo del techo. Camina detrás de mi y trae mi sujetador en la mano. Suelta éste sobre la camilla, el único mobiliario de esta sala junto con la silla. Ni que decir tiene que la silla, obviamente, es también roja. Me pide que tome asiento en la camilla y cuando hago amago de ahora ya sí descalzarme me ordena, de nuevo, que no lo haga. Ni por favor ni cojones, vuelve a agarrarme bruscamente del pelo.

-¡ya te he dicho que me gustas con tacones!- se excita- ahora vas a chuparme la polla unos minutos por tu intento de desobedecer-

Hemos apalabrado anteriormente dos vías de escape para cuando yo me niegue a ejecutar ciertas peticiones. Pues bien, hago uso de la primera y, mientras percibo su lengua caliente enredando la mía, pienso en que cuando vaya a comprar pasta de dientes no he de olvidarme de comprar también la mascarilla, que el miércoles llegué a casa sin ella. Pretende amarrarme, haciendo uso de mi sujetador rojo, a la cabecera de la camilla y entonces hago uso de la segunda vía de escape. Entiendo que hubiera sido necesario apalabrar con él una tercera vía cuando, al momento, le tengo de nuevo en mi espalda dándome verdaderas cachetadas en el culo. Maldito hijo de puta, pienso, va a salirme cara la puta tarde.

-estás muy callada, guapa, ¿no te gusta?
-sí, sí me gusta

No entiendo por qué ese empeño en atarme a la cabecera de la camilla, le retiro su brazo intencionado una vez, dos veces. Al tercer intento lo consigue, inmovilizando con el puto sujetador rojo mi brazo izquierdo. Me coloca totalmente extendida sobre la camilla y pretende colocarse encima, le pido que me suelte pero no lo hace. Se coloca y cuando me suelta el brazo derecho en su intención de penetrarme yo, muy sutilmente, deslizo una horquilla de mi pelo entre los dedos de mi mano y, según le siento dentro, le clavo la horquilla en las pelotas, una vez, dos veces. Me mira, con los ojos tremendamente abiertos, mientras aguanta el grito y yo interpongo el rojo sangre de mi mano entre su cara y la mía, incorporándome.

Mientras él se encoje y se echa sobre la camilla amenazando con matarme a mi y a toda mi familia, yo soy consciente del primer párrafo y corro hasta el salón, recojo mi ropa del suelo, me visto atropelladamente, y me largo por el mismo sitio por el que entré. A la chica, ya desde el jardín, la ordeno a través del interfono que me abra la puta puerta o llamaré a la policía y lo hace de inmediato.


En qué zorreas